miércoles, 4 de septiembre de 2013


AMARGA DESPEDIDA

  No era capaz ni de llevar un bocado del plato a su boca sin ayuda de un auxiliar. La atención que precisaba era absoluta desde hacía cuatro años. En apariencia física, sin discapacidad alguna. En salud médica, el más mínimo atisbo de enfermedad o extrañeza de las funciones vitales. En salud psicológica, la cosa no era tan sencilla. El especialista psiquiatra en neurociencia que lo había tratado no creía en un daño irreversible de las funciones cerebrales del paciente, sin embargo no había conseguido muchos logros en su tratamiento y el paso de los años, unido al creciente ingreso de nuevos pacientes y al decreciente número de personal cualificado y de recursos para gestionar el hospital, hacía poco esperanzador cualquier pensamiento de recuperación o al menos de mejora.
  Simplemente se había convertido en un vegetal a nivel cerebral, que no físico, incapaz de percibir conscientemente su entorno para interactuar con él. Nada parecía perturbar su estado de letargo neuronal, salvo una cosa. Un momento concreto, un espacio de tiempo muy determinado que día tras día provocaba en él un sobresalto en su rutina moribunda, sacándolo momentáneamente de ese estado de indiferencia permanente que mantenía. Era una hora exacta, las 17 : 35 de la tarde. 
  
  No era casual, a esa hora recibió, hacía casi cinco años, una llamada que trastocaría por completo su más profunda identidad y todo cuanto había construido durante mucho tiempo con el sustento del esfuerzo y la razón como verdugos de los caprichos del destino y, por supuesto,  de cualquier influencia o entidad externas como pudieran ser fantasmas o presencias de otra vida.

  Era verano. Un verano realmente sofocante. Parecía que el sol anduviera hastiado por algo y se dedicase a torturar con su proceso nuclear desde que aparecía por un horizonte hasta que desaparecía por el opuesto.
  Acababa de llegar de trabajar y empezaba a desabrocharse la camisa al tiempo que marcaba el número de su mujer en el teléfono. No contestaba, por tercera vez desde hacía lo menos seis horas, así que colgó y terminó de desvestirse. No era tan raro que no lo cogiera, pues se encontraba en el monte, haciendo senderismo, y pensó que se habría dejado el móvil en el coche. Un posible despiste que había generado en él una cierta inquietud al principio para dar paso a una considerable preocupación después.

  Llevaba casi una hora dándole vueltas al tema, generando en su cabeza distintas posibilidades. Su mujer era muy aficionada al montañismo y a la naturaleza en general y, gracias al tiempo libre que le permitía su profesión, acostumbraba a escaparse al monte con frecuencia. Sin embargo nunca había estado tanto tiempo sin informar de su posición y de los detalles del camino escogido en su ruta. 
  Antes de que pudiera acabar una de las suposiciones que su imaginación andaba creando para su consuelo sonó el teléfono y se apresuró a cogerlo y responder.

 - Diga… 
 - ¿Hola, qué tal estás?, ¿estás bien? - se apreciaba la voz de su mujer.
 - Eso mismo me pregunto yo de ti, que llevo llamándote todo el día y no lo coges - increpaba él con tono de preocupación más que de enfado -. Me tenías preocupado.
 - Bueno pues si estás bien me quedo tranquila - replicaba la voz al otro lado, con cierta indiferencia inquietante -. Yo también estoy bien, muy bien, de verdad. He tenido algunos dolores pero ya estoy bien. Tú estate tranquilo.
 - ¿Cómo que algunos dolores, qué ha pasado?.
 - Estoy bien, de verdad.
 - Pero… ¿qué ha pasado?. Y… ¿por qué hablas así?. ¿Estás en el coche de vuelta?, te oigo muy raro - interrogaba con sobrado mosqueo él.
 - Yo estoy bien. Quiero que tú estés también bien, siempre, por mí.

   Y se cortó la llamada. 
  Su cara era de incertidumbre. Se suponía que escuchar su voz pondría fin a su angustia, pero el tono de ella había sido extraño, distante. Sus palabras confusas, como ajenas a las preguntas que él lanzaba con desazón. Un silencio entre frases que le había erizado la piel.
 No había completado el proceso de rellanada cuando sonó el teléfono. En la pantalla un número desconocido.

  - ¿Diga?…
 - Buenas tardes, llamo del G.R.E.I.M. de la Guardia Civil de Navacerrada. ¿Es usted José Escribano Llaneras?.
 - Sí, soy yo…
 - Lamento comunicarle señor que hemos encontrado a su mujer fallecida cerca del pico de Claveles, hará una hora. En estos momentos se encuentra en el hospital…
 - ¿Cómo dice?, ¿fallecida? - interrumpió al agente -. Si acabo de hablar con ella, justo antes de que llamara usted. Creo que hay un error.
 - Lo siento de veras señor, pero hemos comprobado sus datos y no hay duda. De todas formas lo mejor es que se acerque usted y aclaremos lo sucedido. Si no tiene forma de desplazarse le mandaremos un compañero para recogerlo…
 - Pero, le vuelvo a decir que acabo de hablar con ella - volvió a cortar a su interlocutor.
 - Según la primera información del forense lleva más de cuatro horas fallecida señor.
 - ¡No!. Pero… ¿qué ha pasado?. ¡No puede ser!.
 - Parece más que probable que se despeñara por accidente por una ladera. La caída fue muy fuerte. Es una zona de rocas… Le daré los datos del hospital y el cuartel desde el que llamo...



4 comentarios:

  1. Recuerdo la primera vez que leí esta historia. Pero no fue ese el momento en el que me dí cuenta que tenías muchas cosas que contar... sino mucho antes...
    Me alegro que por fin se plasmen aquí, no sólo porque ahora más gente pueda disfrutar de ellas, sino porque de esta manera se cierra un circulo donde todo cobra mayor sentido.
    Txusy.

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  2. Me he quedado sin palabras... podría haber seguido leyendo horas...

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  3. de que me suena el nombre jose escribano.. . muy grande monchito sabia que valias para algo mas que alegrarnos la existencia un abrazo men

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  4. Muchas gracias por los comentarios chic@s. Se agradecen un montón. Un abrazo

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